Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas (Madrid, 22 de octubre de 1898-Madrid 25 de enero de 1990) fue un escritor y filólogo español, director de la Real Academia Española, la Revista de Filología Española y miembro de la Real Academia de la Historia. Premio Nacional de Poesía de España en 1927 y Premio Miguel de Cervantes en 1978.
Biografía
Dámaso
Alonso nació en Madrid en una familia galaico-asturiana con raíces en Ribadeo
por la parte paterna (Dámaso Alonso y Alonso) y en Los Oscos por la materna
(Petra Fernández de las Redondas Díaz, natural y vecina de Madrid). Vivió en su
primera infancia en La Felguera (Asturias), donde su padre, ingeniero de minas,
ejercía su profesión; pero este falleció de tuberculosis cuando el futuro
crítico y poeta contaba dos años. Estudió bachillerato en Madrid, seis años
con los jesuitas de Chamartín y luego en la Universidad de los agustinos de El
Escorial (1917-1918), cuya revista Nueva Etapa dirigía, pasando sus vacaciones
estivales en Ribadeo con frecuentes visitas a Los Oscos.
Bien dotado para las matemáticas, que estudió con Augusto Krahe, su familia abrigaba la esperanza de que se titulara como ingeniero de caminos; pero el futuro poeta ya mostraba una afición por la literatura que coincidió con la amistad que empezó a tener al veranear en 1917 entre los pinares de las Navas del Marqués. Se trataba de Vicente Aleixandre, a quien descubrió la poesía de Rubén Darío, de cuya afición pasaron después a la de Juan Ramón Jiménez, cuya poesía pura influyó en los primeros libros poéticos de Alonso. Pero como enfermó gravemente de la vista, decidió como lo mejor para la misma licenciarse en Derecho, carrera que sin embargo aborrecía (se hacía leer el temario en voz alta por su madre y así lo memorizaba) y como alumno oficial en Filosofía y Letras, por la Universidad Central de Madrid, donde se doctora en 1928 con un estudio sobre la evolución de la sintaxis de Luis de Góngora.
En ese último año, después de asistir al acto fundacional de la generación del 27 en el Ateneo de Sevilla en reivindicación de Góngora, se casó con la filóloga y escritora Eulalia Galvarriato y marcharon como profesores a Estados Unidos, donde vivieron el verano en San Francisco, en la Universidad de Stanford, y el invierno en Nueva York, en el Hunter College de la Universidad de Columbia donde también se albergaba Federico García Lorca; allí vivieron el crack del 29 y el comienzo de la Gran depresión; además dio varias conferencias.
Literariamente, él mismo se consideraba miembro de la generación del 27 solamente como crítico, y como poeta dentro de la primera generación poética de posguerra. Colaboró en la Revista de Occidente y en Los Cuatro Vientos, y reivindicó la segunda etapa, la culterana, de la poesía de Luis de Góngora elaborando para explicarla una gran teoría de la expresión poética dentro de lo generalmente denominado Estilística, su contribución más notable a la historia de la Filología.
Por lo cual se considera dentro de lo que él mismo definió como Poesía desarraigada de la Posguerra, una consecuencia existencial de las terribles guerras europeas que obligaron a muchos entonces a replantearse si era cierta la presunta benignidad de la naturaleza humana. En ese mismo año su amigo Vicente Aleixandre imprime su Sombra del paraíso, que obedece a la misma inspiración. Poco después, a instancia de su amigo José Antonio Muñoz Rojas, lee al poeta jesuita inglés Gerard Manley Hopkins, que influye algunos de los poemas añadidos en la segunda edición, de 1946.
Su
salud se deterioró rápidamente y en sus dos últimos años perdió el habla.
Falleció de un infarto en enero de 1990 en su casa de Madrid.
MUJER CON
ALCUZA
arrastrándose
por la acera,
ahora
que ya es casi de noche,
con
la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo
no sé qué es más gris,
si
el acero frío de sus ojos,
si
el gris desvaído de ese chal
con
el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o
si el paisaje desolado de su alma.
Va
despacio, arrastrando los pies,
desgastando
suela, desgastando losa,
pero
llevada
por
un terror
oscuro,
por
una voluntad
de
esquivar algo horrible.
Sí,
estamos equivocados.
Esta
mujer no avanza por la acera
de
esta ciudad,
esta
mujer va por un campo yerto,
entre
zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y
tristes caballones,
de
humana dimensión, de tierra removida,
de
tierra
que
ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre
abismales pozos sombríos,
y
turbias simas súbitas,
llenas
de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.
Oh
sí, la conozco.
Esta
mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en
un tren muy largo;
ha
viajado durante muchos días
y
durante muchas noches:
unas
veces nevaba y hacía mucho frío,
otras
veces lucía el sol y sacudía el viento
arbustos
juveniles
en
los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y
ella ha viajado y ha viajado,
mareada
por el ruido de la conversación,
por
el traqueteo de las ruedas
y
por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches
y días,
días
y noches,
noches
y días,
días
y noches,
y
muchos, muchos días,
y
muchas, muchas noches.
Pero
el horrible tren ha ido parando
en
tantas estaciones diferentes,
que
ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni
los sitios,
ni
las épocas.
Ella
recuerda
sólo
que
en todas hacía frío,
que
en todas estaba oscuro,
y
que al partir, al arrancar el tren
ha
comprendido siempre
cuán
bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha
sentido siempre
una
tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como
si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como
si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual
su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como
si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de
minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero
las lúgubres estaciones se alejaban,
y
ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando
y retorciéndose,
solo
para
ver alejarse en la infinita llanura
eso,
una solitaria estación,
un
lugar
señalado
en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por
una cruz
bajo
las estrellas.
Y
por fin se ha dormido,
sí,
ha dormitado en la sombra,
arrullada
por un fondo de lejanas conversaciones,
por
gritos ahogados y empañadas risas,
como
de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo
rasgadas de improviso
por
lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o
por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las
nalgas,
...aún
mareada por el humo del tabaco.
Y
ha viajado noches y días,
sí,
muchos días,
y
muchas noches.
Siempre
parando en estaciones diferentes,
siempre
con una ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para
siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para
siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
...No
ha sabido cómo.
Su
sueño era cada vez más profundo,
iban
cesando,
casi
habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo
alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún
cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y
luego nada.
Solo
la velocidad,
solo
el traqueteo de maderas y hierro
del
tren,
solo
el ruido del tren.
Y
esta mujer se ha despertado en la noche,
y
estaba sola,
y
ha mirado a su alrededor,
y
estaba sola,
y
ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de
un vagón a otro,
y
estaba sola,
y
ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a
algún empleado,
a
algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y
estaba sola,
y
ha gritado en la oscuridad,
y
estaba sola,
y
ha preguntado en la oscuridad,
y
estaba sola,
y
ha preguntado
quién
conducía,
quién
movía aquel horrible tren.
Y
no le ha contestado nadie,
porque
estaba sola,
porque
estaba sola.
Y
ha seguido días y días,
loca,
frenética,
en
el enorme tren vacío,
donde
no va nadie,
que
no conduce nadie.
...Y
esa es la terrible,
la
estúpida fuerza sin pupilas,
que
aún hace que esa mujer
avance
y avance por la acera,
desgastando
la suela de sus viejos zapatones,
desgastando
las losas,
entre
zanjas abiertas a un lado y otro,
entre
caballones de tierra,
de
dos metros de longitud,
con
ese tamaño preciso
de
nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah,
por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su
alcuza),
abriendo
con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como
si caminara surcando un trigal en granazón,
sí,
como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa
de cruces,
de
cercanas cruces,
de
cruces lejanas.
Ella,
en
este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se
inclina,
va
curvada como un signo de interrogación,
con
la espina dorsal arqueada
sobre
el suelo.
¿Es
que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como
si se asomara por la ventanilla
de
un tren,
al
ver alejarse la estación anónima
en
que se debía haber quedado?
¿Es
que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus
recuerdos de tierra en putrefacción,
y
se le tensan tirantes cables invisibles
desde
sus tumbas diseminadas?
¿O
es que como esos almendros
que
en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva
aún en el invierno el tierno vicio,
guarda
aún el dulce álabe
de
la cargazón y de la compañía,
en
sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
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