miércoles, 24 de abril de 2024

SESIÓN XI, POESÍA: Dámaso Alonso "Mujer con alcuza"

Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas (Madrid, 22 de octubre de 1898-Madrid 25 de enero de 1990) fue un escritor y filólogo español, director de la Real Academia Española, la Revista de Filología Española y miembro de la Real Academia de la Historia. Premio Nacional de Poesía de España en 1927 y Premio Miguel de Cervantes en 1978.

Biografía

Dámaso Alonso nació en Madrid en una familia galaico-asturiana con raíces en Ribadeo por la parte paterna (Dámaso Alonso y Alonso) y en Los Oscos por la materna (Petra Fernández de las Redondas Díaz, natural y vecina de Madrid). Vivió en su primera infancia en La Felguera (Asturias), donde su padre, ingeniero de minas, ejercía su profesión; pero este falleció de tuberculosis cuando el futuro crítico y poeta contaba dos años.​ Estudió bachillerato en Madrid, seis años con los jesuitas de Chamartín y luego en la Universidad de los agustinos de El Escorial (1917-1918), cuya revista Nueva Etapa dirigía, pasando sus vacaciones estivales en Ribadeo con frecuentes visitas a Los Oscos.

Bien dotado para las matemáticas, que estudió con Augusto Krahe, su familia abrigaba la esperanza de que se titulara como ingeniero de caminos; pero el futuro poeta ya mostraba una afición por la literatura que coincidió con la amistad que empezó a tener al veranear en 1917 entre los pinares de las Navas del Marqués. Se trataba de Vicente Aleixandre, a quien descubrió la poesía de Rubén Darío, de cuya afición pasaron después a la de Juan Ramón Jiménez, cuya poesía pura influyó en los primeros libros poéticos de Alonso. Pero como enfermó gravemente de la vista,​ decidió como lo mejor para la misma licenciarse en Derecho, carrera que sin embargo aborrecía (se hacía leer el temario en voz alta por su madre y así lo memorizaba) y como alumno oficial en Filosofía y Letras, por la Universidad Central de Madrid, donde se doctora en 1928 con un estudio sobre la evolución de la sintaxis de Luis de Góngora.

 Se formó en el Centro de Estudios Históricos dirigido por Ramón Menéndez Pidal (algo que rechazaba Federico García Lorca, quien le aconsejaba que se dedicara solo a la poesía) y tomó parte activa en las actividades de la Residencia de Estudiantes dirigida por el institucionista Alberto Jiménez Fraud. Allí conectó con los que serían sus compañeros de generación Federico García Lorca, Luis Buñuel, Pepín Bello, Salvador Dalí, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre. Pero en la Universidad le marcaron las clases de Andrés Ovejero y Américo Castro, quien lo inició en el estudio de la historia de la lengua y le consiguió el puesto de lector en la Universidad de Berlín (1921-1923), durante la terrible época de la inflación, en la que cobraba un raquítico sueldo mensual de mil millones de marcos. De allí pasó como profesor de español a la Universidad de Cambridge, en dos periodos: 1924-1926, a cuyo término publicó su traducción de Retrato del artista adolescente de James Joyce, con el que se carteó, y de 1928 a 1929.

En ese último año, después de asistir al acto fundacional de la generación del 27 en el Ateneo de Sevilla en reivindicación de Góngora, se casó con la filóloga y escritora Eulalia Galvarriato y marcharon como profesores a Estados Unidos, donde vivieron el verano en San Francisco, en la Universidad de Stanford, y el invierno en Nueva York, en el Hunter College de la Universidad de Columbia donde también se albergaba Federico García Lorca; allí vivieron el crack del 29 y el comienzo de la Gran depresión; además dio varias conferencias.

Literariamente, él mismo se consideraba miembro de la generación del 27 solamente como crítico, y como poeta dentro de la primera generación poética de posguerra. Colaboró en la Revista de Occidente y en Los Cuatro Vientos, y reivindicó la segunda etapa, la culterana, de la poesía de Luis de Góngora elaborando para explicarla una gran teoría de la expresión poética dentro de lo generalmente denominado Estilística, su contribución más notable a la historia de la Filología.

 

Hizo una edición crítica de las Soledades (1927) de este poeta, acompañada de una paráfrasis explicativa del mismo. Más tarde publicaría otras ediciones y estudios sobre este autor, tan minuciosos como era normal en la escuela filológica de Ramón Menéndez Pidal, en lo que fue ayudado por su esposa, que también colaboró en sus estudios sobre la poesía de San Juan de la Cruz.

 En 1931 vuelve a Inglaterra, esta vez a la Universidad de Oxford, donde permaneció dos cursos. En 1932 escribe su ensayo El crepúsculo de Erasmo y en 1933 obtuvo en una oposición presidida por Miguel de Unamuno la cátedra de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad de Valencia, aunque pasó con su mujer el año de 1934 en la Universidad de Barcelona.

 Divulga en los cursos de verano de la Universidad Internacional de Verano de Santander la lingüística de Ferdinand de Saussure y del Círculo de Praga. Por entonces edita la poesía lírica de Gil Vicente y en 1935 publica la primera edición de Poesía española, un conjunto de trabajos donde analizaba en profundidad la estilística de los clásicos españoles; su prestigio ya es tal que es nombrado miembro correspondiente de la Hispanic Society, y el curso de 1935 a 1936 lo pasó en la Universidad de Leipzig trabajando con el filólogo suizo Walther von Wartburg para ampliar sus conocimientos de Filología románica, pues pretendía asumir la cátedra que había dejado en la Universidad Central Ramón Menéndez Pidal.

 Con Ortega y Gasset y otros intelectuales, estuvo refugiado durante las primeras semanas de la guerra civil en la Residencia de Estudiantes, por miedo a represalias, pues sus cuñados eran unos conocidos simpatizantes del bando sublevado. El resto de la guerra lo pasó en Valencia, donde colaboró en la revista Hora de España; en 1937 publicó La injusticia social en la literatura española y en 1939 su edición de la comedia Don Duardos de Gil Vicente y Tres poetas en desamparo.

 Al término de la guerra civil española, en Murcia buscó la protección de su antiguo compañero de la Universidad Ernesto Giménez Caballero y consiguió superar la depuración sin ser sancionado, obteniendo en 1941 la cátedra de Filología Románica de Menéndez Pidal (jubilado ya con 70 años) en la Universidad de Madrid; en esta última formó, entre otros importantes discípulos, a Fernando Lázaro Carreter y a Bartolomé Llorens. También fue profesor visitante en varias importantes universidades norteamericanas. En 1942 obtiene el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua por una investigación en colaboración con su mujer Eulalia Galvarriato sobre San Juan de la Cruz. Entre otras obras, en 1944 publica también poesía: Oscura noticia e Hijos de la ira, libro este que, según expresó:

 Escribí lleno de asco ante la estéril injusticia del mundo y la total desilusión de ser hombre.

Por lo cual se considera dentro de lo que él mismo definió como Poesía desarraigada de la Posguerra, una consecuencia existencial de las terribles guerras europeas que obligaron a muchos entonces a replantearse si era cierta la presunta benignidad de la naturaleza humana. En ese mismo año su amigo Vicente Aleixandre imprime su Sombra del paraíso, que obedece a la misma inspiración. Poco después, a instancia de su amigo José Antonio Muñoz Rojas, lee al poeta jesuita inglés Gerard Manley Hopkins, que influye algunos de los poemas añadidos en la segunda edición, de 1946.

 En 1945 es elegido miembro de número de la Hispanic Society, en 1948 de la Real Academia Española y en 1959 de la Real Academia de la Historia. Viaja a Estados Unidos de nuevo en 1951 y 1954; en este país dio cursos como profesor invitado en las universidades de Yale, New Haven, John Hopkins y Harvard; en 1954 descansó durante un mes en México. Se jubila en 1968, año en que le eligen director de la Real Academia de la Lengua, sucediendo a Menéndez Pidal, pero renuncia a este cargo en 1982. Fue nombrado miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua el 29 de junio de 1973. También recibió el Premio Cervantes en 1978.

 «Tenemos que trabajar todos por la unidad básica de nuestra lengua en el mundo. Tenemos que trabajar por la lengua. No movidos por un sentimiento nacionalista. Es un sentimiento de hermandad de veinte países. Nada de nacionalismos aisladores. Trabajaremos por nuestra lengua con un sentimiento de veneración y respeto como el que suele existir alrededor de un niño al que le espera un gran destino. El destino de nuestra lengua es el de ser vínculo de hermandad, de paz y de cultura entre los cientos y cientos de millones de seres que, en proporción siempre creciente, la han de hablar en el siglo XXI y en los siglos y siglos de un larguísimo porvenir».

Su salud se deterioró rápidamente y en sus dos últimos años perdió el habla. Falleció de un infarto en enero de 1990 en su casa de Madrid.

MUJER CON ALCUZA

 A Leopoldo Panero

 ¿Adónde va esa mujer,

arrastrándose por la acera,

ahora que ya es casi de noche,

con la alcuza en la mano?

 

Acercaos: no nos ve.

Yo no sé qué es más gris,

si el acero frío de sus ojos,

si el gris desvaído de ese chal

con el que se envuelve el cuello y la cabeza,

o si el paisaje desolado de su alma.

 

Va despacio, arrastrando los pies,

desgastando suela, desgastando losa,

pero llevada

por un terror

oscuro,

por una voluntad

de esquivar algo horrible.

 

Sí, estamos equivocados.

Esta mujer no avanza por la acera

de esta ciudad,

esta mujer va por un campo yerto,

entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,

y tristes caballones,

de humana dimensión, de tierra removida,

de tierra

que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,

entre abismales pozos sombríos,

y turbias simas súbitas,

llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.

 

Oh sí, la conozco.

Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,

en un tren muy largo;

ha viajado durante muchos días

y durante muchas noches:

unas veces nevaba y hacía mucho frío,

otras veces lucía el sol y sacudía el viento

arbustos juveniles

en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.

 

Y ella ha viajado y ha viajado,

mareada por el ruido de la conversación,

por el traqueteo de las ruedas

y por el humo, por el olor a nicotina rancia.

¡Oh!:

noches y días,

días y noches,

noches y días,

días y noches,

y muchos, muchos días,

y muchas, muchas noches.

 

Pero el horrible tren ha ido parando

en tantas estaciones diferentes,

que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,

ni los sitios,

ni las épocas.

 

Ella

recuerda sólo

que en todas hacía frío,

que en todas estaba oscuro,

y que al partir, al arrancar el tren

ha comprendido siempre

cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,

ha sentido siempre

una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,

como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,

como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,

como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.

Pero las lúgubres estaciones se alejaban,

y ella se asomaba frenética a las ventanillas,

gritando y retorciéndose,

solo

para ver alejarse en la infinita llanura

eso, una solitaria estación,

un lugar

señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico

por una cruz

bajo las estrellas.

 

Y por fin se ha dormido,

sí, ha dormitado en la sombra,

arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,

por gritos ahogados y empañadas risas,

como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,

sólo rasgadas de improviso

por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,

o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,

...aún mareada por el humo del tabaco.

 

Y ha viajado noches y días,

sí, muchos días,

y muchas noches.

Siempre parando en estaciones diferentes,

siempre con una ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,

ay,

para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,

para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.

 

...No ha sabido cómo.

Su sueño era cada vez más profundo,

iban cesando,

casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:

sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,

algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.

Y luego nada.

Solo la velocidad,

solo el traqueteo de maderas y hierro

del tren,

solo el ruido del tren.

 

Y esta mujer se ha despertado en la noche,

y estaba sola,

y ha mirado a su alrededor,

y estaba sola,

y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,

de un vagón a otro,

y estaba sola,

y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,

a algún empleado,

a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,

y estaba sola,

y ha gritado en la oscuridad,

y estaba sola,

y ha preguntado en la oscuridad,

y estaba sola,

y ha preguntado

quién conducía,

quién movía aquel horrible tren.

Y no le ha contestado nadie,

porque estaba sola,

porque estaba sola.

Y ha seguido días y días,

loca, frenética,

en el enorme tren vacío,

donde no va nadie,

que no conduce nadie.

 

...Y esa es la terrible,

la estúpida fuerza sin pupilas,

que aún hace que esa mujer

avance y avance por la acera,

desgastando la suela de sus viejos zapatones,

desgastando las losas,

entre zanjas abiertas a un lado y otro,

entre caballones de tierra,

de dos metros de longitud,

con ese tamaño preciso

de nuestra ternura de cuerpos humanos.

Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),

abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,

como si caminara surcando un trigal en granazón,

sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces,

de cercanas cruces,

de cruces lejanas.

 

Ella,

en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,

se inclina,

va curvada como un signo de interrogación,

con la espina dorsal arqueada

sobre el suelo.

¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,

como si se asomara por la ventanilla

de un tren,

al ver alejarse la estación anónima

en que se debía haber quedado?

¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro

sus recuerdos de tierra en putrefacción,

y se le tensan tirantes cables invisibles

desde sus tumbas diseminadas?

¿O es que como esos almendros

que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,

conserva aún en el invierno el tierno vicio,

guarda aún el dulce álabe

de la cargazón y de la compañía,

en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?

 

 


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